jueves, 5 de marzo de 2015

De – i.


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Se desnudó frente al espejo. Completo.

Su cuerpo a la luz media de la tarde asemejaba un paisaje rugoso y frío como una montaña nevada que formaba relieves de sus cicatrices, mismas que tanto orgullo le habían causado y ahora sólo traían vergüenza, dolor. Si quizá fuera normal… tachó ese pensamiento de su mente. No podría ser de ninguna otra forma. Se abrazó a sí mismo con los ojos cerrados, sus uñas enterradas cada vez más profundo en sus hombros. Se fue desnudando la piel, observando su sangre recorrerle densa y espesa como cuerdas graves de un melancólico violín. Se desnudó los órganos, uno por uno, sin olvidar sus genitales, se desnudó el corazón y lo tomó entre sus manos… y apretó. Apretó in pensarlo, apretó con tal de sentir algo. Lágrimas escapaban sus ojos, sangre recorría su espalda desnuda, sudor envolvía cada fragmento de su cuerpo. Apretó tan duro que comenzó a gritar de desesperación, dejando salir toda la rabia contenida, envuelto en un abismo circular que lo aislaba del resto del mundo. La realidad comenzó a temblar y su imagen comenzó a desfasarse. Mareado, apretó aún más, apretó hasta que el líquido carmín en sus manos era ya seco, hasta que el sudor estuvo ya frío, hasta que su garganta no podía emitir más sonido.

Exhausto, temblando de pies a cabeza, apenas sosteniéndose en pie, se miró de nuevo en el espejo. Ahí, desnudo, lleno de distintos fluidos, expuesto, visceral, lleno de dolor y resentimiento, se esbozó a sí mismo una ligera sonrisa. Entonces apretó más, y más, hasta que su corazón se convirtió en una piedra. El dolor era un aullido insoportable que le atravesaba el cuerpo y le taladraba la cabeza, le sangraba la nariz del esfuerzo, se le astillaban los huesos, le helaba un metálico ardor en el pecho, pero seguía ahí, de pie, gritando, apretando, llorando, gimiendo, sudando, doliendo. Por una fracción que pareció infinita, el dolor era lo único que conocía. Cada célula, cada trazo, cada vello le punzaba, palpitaban frenéticamente como ese músculo obsoleto en sus manos. Y, entonces, cuando la fuerza le fue abandonando el brazo, cuando ya no pudo apretar más, estalló una luz incandescente entre sus dedos.



Tumbado, agonizando y apenas respirando, su cuerpo es un nudo débil y contracturado, sus venas son aleteos de colibrí oscilando entre el frío y el calor. Derrotado, con una mano en sus genitales y la otra extendida en un brazo lánguido frente a su rostro, observó un cristal descender lentamente sobre su palma y sintió un suave destello cobijarle entero proveniente del objeto. Se miró rendido en el reflejo del diamante… y se esbozó una sonrisa. Finalmente había muerto.

*Pintura de rotuladores con pasteles por Carlos Don (Atl), derechos reservados.

05/03/2015

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