Cuando un universo termina, estalla en mil realidades.
Lía soltó su cabello en el cual
se veían las olas del mar. Se dejó perder en cada abismo y cada claroscuro. Luz
tenue iluminada su cuerpo desnudo apenas cubierto por un camisón blanco abierto
hasta la espalda. Se quedó ahí, sentada, escuchando los sonidos de los
espíritus. Cerró los ojos y sintió sus brazos. El choque eléctrico con su piel
la hizo respirar más profundamente. Podía sentir como poco a poco su energía se
iba expandiendo y contrayendo con el armonioso toque y con su propia
respiración, que fue creciendo, más profunda, más regular, más seguida. Se
levantó de golpe al ritmo de la música y empezó a mover sus caderas de un lado
a otro, aun acariciando sus brazos, acariciando su torso, disfrutando la suave
sensación de su cabello rozando su espalda, el toque frío de su piel húmeda y
enchinada. Comenzó a dar pasos, izquierda, derecha, levantó sus manos cruzando
los brazos y expandiendo su torso, se deshizo de su camisón y se siguió
meciendo rítmicamente en un tono integrado de frecuencias y ondas de movimiento
y sonido que se difuminaban con el aire.
Respiraba y sentía cómo la
fricción interna de sus huesos y músculos generaban un calor que contrastaba
con la fría y lluviosa tarde de invierno. La luz blanca de los días nublados le
daban una apariencia sobrenatural a la escena, con movimientos tan sutiles, tan
cargados de sentimiento, que la hacían parecer otro espíritu más generando
música con su cuerpo. Su corazón comenzó a palpitar al compás y
sintió cómo de su columna se lanzó un chispazo de energía hasta la punta de su
cabeza, expandiéndose desde su sexo hasta la coronilla. Y siguió danzando, y
siguió respirando, y siguió sintiendo el latir de su corazón y la energía vital
que nacía en ella.
La imagen se tornó borrosa cuando
un torrente constante de energía se cicló en todo su cuerpo, desde los pies
hasta el cabello: eran olas de mar fluyendo en su constante vaivén, era un
torbellino de energía divina sacudiendo cada molécula de su cuerpo, vibrando
desde su centro y expandiéndose por el cuarto entero. Lía se tornó aire y se
volvió fuego, se volvió carne y planta y tiempo hasta que un capullo floreció
internamente en ella. Se quedó ahí, con los brazos sueltos a sus costados, con
la espalda inclinada hacia atrás en una postura contorsionada, sintiendo ese
calor intenso en toda su columna, músculos y ligamentos.
Su sangre palpita, su frente
suda, sus ojos cerrados, se desploma en el vacío hasta convertirse en la espuma
del mar que acaricia la arena gris de una noche difuminada.
Lía Respira.
*Pintura a la acuarela por Carlos Don (Atl), derechos reservados.
Su cuerpo a la luz media de la
tarde asemejaba un paisaje rugoso y frío como una montaña nevada que formaba
relieves de sus cicatrices, mismas que tanto orgullo le habían causado y ahora
sólo traían vergüenza, dolor. Si quizá fuera normal… tachó ese pensamiento de
su mente. No podría ser de ninguna otra forma. Se abrazó a sí mismo con los
ojos cerrados, sus uñas enterradas cada vez más profundo en sus hombros. Se fue
desnudando la piel, observando su sangre recorrerle densa y espesa como cuerdas
graves de un melancólico violín. Se desnudó los órganos, uno por uno, sin
olvidar sus genitales, se desnudó el corazón y lo tomó entre sus manos… y
apretó. Apretó in pensarlo, apretó con tal de sentir algo. Lágrimas escapaban
sus ojos, sangre recorría su espalda desnuda, sudor envolvía cada fragmento de
su cuerpo. Apretó tan duro que comenzó a gritar de desesperación, dejando salir
toda la rabia contenida, envuelto en un abismo circular que lo aislaba del
resto del mundo. La realidad comenzó a temblar y su imagen comenzó a desfasarse.
Mareado, apretó aún más, apretó hasta que el líquido carmín en sus manos era ya
seco, hasta que el sudor estuvo ya frío, hasta que su garganta no podía emitir
más sonido.
Exhausto, temblando de pies a
cabeza, apenas sosteniéndose en pie, se miró de nuevo en el espejo. Ahí, desnudo,
lleno de distintos fluidos, expuesto, visceral, lleno de dolor y resentimiento,
se esbozó a sí mismo una ligera sonrisa. Entonces apretó más, y más, hasta que
su corazón se convirtió en una piedra. El dolor era un aullido insoportable que
le atravesaba el cuerpo y le taladraba la cabeza, le sangraba la nariz del
esfuerzo, se le astillaban los huesos, le helaba un metálico ardor en el pecho,
pero seguía ahí, de pie, gritando, apretando, llorando, gimiendo, sudando, doliendo.
Por una fracción que pareció infinita, el dolor era lo único que conocía. Cada célula,
cada trazo, cada vello le punzaba, palpitaban frenéticamente como ese músculo
obsoleto en sus manos. Y, entonces, cuando la fuerza le fue abandonando el
brazo, cuando ya no pudo apretar más, estalló una luz incandescente entre sus
dedos.
Tumbado, agonizando y apenas
respirando, su cuerpo es un nudo débil y contracturado, sus venas son aleteos
de colibrí oscilando entre el frío y el calor. Derrotado, con una mano en sus
genitales y la otra extendida en un brazo lánguido frente a su rostro, observó
un cristal descender lentamente sobre su palma y sintió un suave destello
cobijarle entero proveniente del objeto. Se miró rendido en el reflejo del
diamante… y se esbozó una sonrisa. Finalmente había muerto.
*Pintura de rotuladores con pasteles por Carlos Don (Atl), derechos reservados.